El vertedero del siglo

Si en los hogares acolmenados de nuestras ciudades son los altillos de los armarios y sus cajones más bajos los destinados a cobijar todo lo inútil —por obsoleto, inservible, gastado, o absurdo hasta el ridículo—, en los pueblos, son los corrales, responsables en su día de la magia de la autosuficiencia,  el espacio convenido para hacinar la parte material que excreta nuestro pasado.

En el caso más urbano, basta abrir uno de esos muebles paternos que nunca se abren, para descubrir una cápsula del tiempo colmada de aburrimiento y falsa nostalgia comprada al peso:  recuerdos de Mallorca, la gran vajilla prohibida, paquetes vacíos sin desprecintar, artículos publicitarios de la Era preChina, botes de perfume vacíos, regalos para ponerse que nunca se pusieron, colecciones de nada inacabadas, sábanas bordadas por polillas, licores en su enésima fermentación, puros malos de peores bodas, y todo tipo de  artículos capaces de convertir el espacio  que ocupan —de por vida hipotecado— en el mayor de los despropósitos. Si la experiencia no termina de bastarnos, y nuestra valentía pide más,  podemos probar a abrir muebles de propietarios más jóvenes —no sin la oportuna protección contra picaduras—, para comprobar que el paisaje cobra vida. En estos vertederos de nueva generación —gobernados por generaciones vacunadas contra la sensación de vivir dentro de un contenedor de basura idealizada, en aras  de preservar el delicado equilibrio emocional que padecen—, la marcada línea que siempre ha diferenciado a lo orgánico de lo inorgánico se desdibuja con la misma alegría que se pierde el carmín entre besos: restos de novios, fotocopias de diplomas, y ¡billetes de autobus!, cohabitan  hasta que una inundación los separe. Para usuarios metropolitanos avanzados, lanzo esta última pregunta-prueba: ¿qué tipo de-mente urbanita, si no la más pornográfica de la ciudad, pudo inventarse una habitación —con aires de lujo— a la que sin escrúpulo llamó trastero (de trasto), y cuyo uso final no es otro que el de purgatorio para la basura destinada a morir de humedad?

La postal del pueblo, aún más fea si cabe por la severidad de la transformación, inmortaliza un basurero privado —que sigue llamándose ilúsamente corral— atestado de esqueletos de electrodomésticos, camas durmientes, futbolines sin futbolistas, mesas y sillas patas y manos arriba, un intento de perro —chico y feo—  siguiendo el rastro del pasado, el coche soñado cuando se iba en bicicleta, ahora oxidada, una moto que un día arrancaremos, cien tiestos apilados y todos rotos, una carpa sin lona cubriendo periódicos empapados, estiercol de chatarra, una piedra de cemento para mil  ladrillos, y tú moviéndolo todo de aquí para allá cuando cambia el tiempo: tiempo y nada.

Por encima de todo lo demás, el s. XX nos enseñó a consumir, y nosotros aprendimos a hacerlo compulsivamente. Dejar de hacerlo es difícil, pero menos que desprenderse de lo consumido, pues en muchos casos, la basura que acumulamos —nicho de nuestros esfuerzos e ilusiones materializadas—  es todo cuanto poseemos.

El s.XXI apunta a convertirse en el vertedero del XX, mortalmente consumido.

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