¡Bandoleros del mundo, uníos! (fragmento)

(Este texto pertenece a la Acción «¡Bandoleros del mundo, uníos!», que puede ver en su totalidad en www.angelesgonzalezsinde.com)

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A la belleza gratuita de Sinde:
vivos cantos de hielo, nadando en hilo negro.

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Generalizar es peligroso, y a veces conveniente — pues la vida está cortada por horas contadas—. Por lo tonto, cuando asumimos el riesgo de describir el todo mirando a la parte —que a priori creemos mayoritaria— hay que esperar, con deseo, que la minoría maltratada entienda la libertad tomada como un gesto de economicidad vital, justificado por el intento de resolver un problema mayor. En cualquier caso, el peor de los finales posibles es equivocarse, que no es más que una fabulosa oportunidad para rectificar.

Cuando me refiero a los Artistas en general, hablo de constructores de nuevas realidades, y enanos circundantes, a quienes les resulta genéticamente imposible no crear —o no destruir, según el caso— entre los que incluyo: músicos, escritores, pintores, escultores, cineastas, actores, bailarines, fotógrafos, performistas, intervencionistas, grafiteros, toreros, payasos, vagos disfrazados, hijosde y listillos. Una lista de inquietos creadores, en la que sería de justicia incluir a los otros artistas, aquellos que,  sin oficio ni beneficio, abren puertas y ventanas de realidades únicas, desde posiciones aún no acotadas intelectualmente por ningún organismo público, o ente subvencionado: hablo de personas comunes que emanan arte,  como indicaría el menos preciso de los artilugios medidores de sensibilidades, si apuntamos a su mirada, su gesto, o infinitos andares.

Por otro lado, un mínimo de sensatez y realismo, a partes iguales, me lleva a considerar inviable la posibilidad de tutelar vitalmente a cada uno de los miembros de este amplio colectivo —generador de cultura y basura—, fundamentalmente por la dispersión y arbitrariedad de la que se parte; por las probables risas, durante el durante, de las moscas al oir mis cañonazos; y, aplicando el Principio de Mínima Energía, por el insostenible efecto de parasitismo humano al que se llegaría. Sin embargo, de una u otra forma, en ello estamos.

El resultado —a la vista— es un vertedero gigante de objetos sufriblemente espontáneos, no biodegradables, rodeado por los propios responsables formados en cadena humana —a modo de muro fronterizo espiritual— entre quienes se alza Papá Estado gritando a todos y nadie “¡Pasen por caja!”, sin caer en la cuenta de que los gritados —menos los que siempre van al teatro con entradas regaladas (funcionarialmente hablando)— trabajan bajo tierra, abasteciéndose en los descansos de restos de basura, y algo de cultura, a través de los benditos agujeros peer-to-peer que hay en el suelo, y que los Artista$ no descubrirán mientras sigan autocontemplándose mirando al cielo.

Empeñado en poner puertas al campo, y alentado por la exitosa moda de la fatal combinación entre empirismo y rentabilidad, el  Hombre Moderno ha decidido tomar medidas al espíritu, para hacerle un traje que le haga parecer lo que quiere que parezca: vendible.

Artista

A mí los Artistas me caen bien  en la misma proporción que las personas, sin embargo, he de reconocer en todos —todos los de verdad— la virtud del apostante sin dinero de por medio, dispuesto a  renunciar  a mucho por respeto a sí mismo. Este gesto humano cargado de romanticismo, muere en el momento que el Artista olvida (olvidar es un gesto más humano todavía) que su intención primera nunca fue la de explotar sus cualidades innatas —lo cual siempre le pareció como robarle a un niño— sino explotar en sí mismo, por el placer de explotar, varias veces al día. En el momento que el Artista asigna a su Obra características propias de un Producto, el tablero sobre el que se juega es otro muy diferente, mientras que el día sigue teniendo veinticuatro horas y mis manos diez dedos, por lo que el Arte, necesariamente, pierde: la metamorfosis de Artista a Pantoja, respetable y cualquiera, dura un segundo.

Por lo tanto, en pro de la salud creativa del Artista, este debe mantener su apuesta —ajena al mercadeo barriobajero, ya globalizado— contando con sus consecuencias, de la última a la primera, sin dejar de tener presente el socorrido y diligente Plan B: dar por perdida dignamente la partida.

— ¿Y de qué viven los Artistas?
— Hijo mío, viven de vivir.

Trabajar en lo que eres, con gozo y voluntad de serie, debe tener alguna contraindicación natural (no impuesta) que haga cumplir a los tocados por  el dedo de Dios con las leyes universales del equilibrio.

En palabras del propio Dios, justo antes de morir: “La creación es de uno. Lo creado de todos”.

(Me gustaría no sentir necesario aclarar, que esta conceptualización del Artista —como ente completo, puro y estoico— no es eximente alguno, a la hora de responsabilizar al resto de la sociedad, del destrato y apatía con el que el mundo mece al Arte y a su Artista).


Estado

El Estado, más aburrido cuanto más pesado —cual madre losa— se ha propuesto que más y  más gente le deba cosas, que serán devueltas —por indicación expresa del sabido prospecto— vía votos.

En el campo de la Cultura , pasto del Arte, el artisteo, y sus coloridas variantes, donde intervienen por necesidad recíproca, Obra —si sobrevive al Artista— y Público,  el Estado se ha posicionado irreflexiva e incondicionalmente del lado de los Creadores y Creadoras (término este menos comprometedor que el de Artistas y Artistos). Muestra de ello es la vasta y sañuda demagogia elegida por bandera y arma, puesta en evidencia por la cansina terminología empleada para referirse a los que ellos han decidido dar el papel de malos: ni más ni menos que “Pirata” (de momento con “pi”) es el término elegido para nombrar a los osados civiles que comparten “exquisitos megabytes de cultura”, cuando en cualquier caso,  lo correcto —por respeto y lealtad a nuestra propia historia— hubiese sido decorar el pastel con un término mucho más español —y de camino reconocible por el importante grupo de votantes formado por los abuelitos patrios— como es el de “Bandolero”, con mucho más arte, solera y salero.

Tras la presentación, pobre escondite de una contundente declaración de intenciones —supongo que no tengo que explicar lo que le pasaba a un pirata cuando era apresado— el nudo, con efectos especiales y  humo, está servido: los “buenos” —entre ellos algún adineradísimo que con más piratesca que picaresca estableció su residencia fuera de España— se proponen seguir siendo especiales más allá de su propia realidad, exigiendo al embrutecido colectivo mayoritario (la grasa) —repleta de malvados mileuristas—  que los consideren únicos, necesarios, personales e intransferibles —y además cobren por ello—.

Evidentemente, el largometraje promete cero, y el desenlace no será ni siquiera políticamente correcto —que ya es pedir poco— tanto en cuanto no se devuelva cordura a la trama, con al menos cinco grandes giros en los últimos trescientos pequeños segundos de la proyección. Uno por minuto:

  1. Que el infantilzado e infantilizador Estado empiece a tratar a los Artistas — y de camino al resto de vecinos—  como personas adultas, capaces de asumir éxitos y fracasos, y por lo tanto poder exigirles responsabilidad sobre los resultados de costosos proyectos artísticos financiados con dinero de todos (también de los Piratas), que en muchas ocasiones acaba dilapidado bajo un mojón gigante, tolerable únicamente  por quien lo obró y su madre.
  2. Que la Industria del Arte, llegado el momento del rescate —que no logro atisbar— sea  tratada como la Agricultura, la Minería, o cualquier otro sector con problemas de adaptación a los siempre nuevos tiempos: con ayudas a cambio de inversión,  reconversión y resultados (en forma de empleo, y no de beneficios pornográficos).
  3. Que el Ministerio de SeudoCultura se ponga de acuerdo con el de SeudoSanidad, para convenir las ventajas de tener a una población quemando ansiedad con la descarga compulsiva de horas de cine para siete vidas, y las desventajas de medicarla con los ansiolíticos matavoluntades indicados para este tipo de patologías psíquicas, tan invisibles por comunes. Quizás convengan —permítanme la negra broma— que tratándose de Piratas, una solución tipo Solución Final sería una buena solución, pues acabaría de raíz con el problema, matando literalmente a todos los pájaros de un tiro: adiós piratas, adiós enfermos, adiós desempleados, adiós crisis, ¿adiós votos? Olvídenlo.
  4. Que el Estado, y compañía, olvide la posibilidad de que una sociedad absolutamente alienada y empobrecida —también económicamente— utilizada como casco de un barco que navega en círculo en las aguas de un charco, jamás reviente por alguno de sus flancos. Y a continuación, que los señores que pasean  en cubierta, secos hasta el alma, se den al unísono con un canto en los dientes, al  recibir las noticias del Capitán asegurando que, de momento, sólo hay pequeñas grietas, y que una ellas  —alabado sea Dios—  tiene un ramalazo cultureta.
  5. La más difícil de todas: que la gente no se levante hasta que hayan terminado de pasar los créditos de la película.


Mercado

Distraídos contando billetes con restos de cocaína, el Mercado del Arte lleva cien años vendiendo exactamente lo mismo: cosas redondas con ruido dentro; telas manchadas y a la par vacías, si no van acompañadas por el libro del crítico iluminado (humano y con boca), o una etiqueta con el precio de cuento y su descuento; deshistorias alumbradas por un premio amañado; objetos sin pulso que curiosamente valen según quien los posea; imitaciones de imitaciones de formas deformadas y conceptos ancestrales bañados en botox; excentricidades fugaces; mal gusto eterno; (…) y alguna que otra Obra de Arte.

Con este sentirse el centro del centro —obviando que ellos no son el Arte, sino sus chulos— la Industria olvidó que  su mercado estaba dentro de otro mayor y más hambriento, cohabitado por Industrias Fénix capaces de crear necesidades a un hongo. Esto, unido al grosero y evidente tinte plusvaliaco que le dieron  al negocio, los han situado en el peor de los lugares posibles, que no es otro que cualquiera que obliga a preguntar “¿Dónde estoy?”

— ¿Y dónde están?
— Jugando al Monopoly en un barreño de ombligos.

Los  Artistas, que se abstengan de mirar.


Bandoleros

Que haya una considerable cantidad de unidades de almacenamiento digital —colmadas de ceros y unos hasta la bandera— abandonadas a lo largo y ancho de otra multitud de unidades de almacenamiento físico, con cama sin hacer y flexo —guarida del Bandolero— no debe entenderse sino como un síntoma más de la desastrosa inadaptación que el hombre sufre ante la avalancha informativa que arrasa nuestro ecosistema. A las patológicas manías compulsivas de lavarse las manos 24 veces al día, pisar sólo las losetas blancas, o comer sin hambre; hay que sumarle la de descargar todo lo descargable, sin más objetivo que el de ver como una barrita verde avanza sobre otra roja mientras un porcentaje pasa de cero a cien en lo que la luna se pone. Teniendo en cuenta que a otros les dio por enajenarse a través de algún tipo de droga —o todas a la vez— el hecho de que un grupo importante de personas haya decidido chocar sus frustraciones contra el lomo de una mula que come porno, software, cultura, y sobre todo basura, debería no ser más que un mal menor, y por lo tanto —contemplando el patio— una alegría. Pero que nadie se lleve a engaño:  ninguna ley convertirá este flujo de datos zombis en superventas, si acaso a sus pastores en clientes de algún centro de drogodependencia.

Sin embargo, no debemos pasar por alto que existe un usuario avanzado, que además de descargarse información, la procesa, la identifica, la clasifica, y en mayor o menor medida la disfruta. Y lo más importante: lo que disfruta, lo comparte. Digamos que se trata de camellos de emociones que cumplen con el deseo de cualquier artista con veinte años: que anónimos prediquen su arte. ¡Qué tiempos aquellos!

Y aunque puedan parecer linces en Doñana, por la cantidad y delicadeza vital que padecen, también existe un tipo de usuario —al que podría identificar como  Bandoleros del futuro de paseo por el pasado— que disfruta comprando, con agradecida voluntad, cuando le gusta lo que degusta y además puede. Este comportamiento, al que yo etiquetaría como ideal, fomentaría no sólo la difusión generalizada y global de la cultura —sobre la basura— sino que además, propiciaría un posicionamiento real de las obras, cuyo rendimiento económico no dependería, tanto de la campaña promocional o moda minutera que sirvió de lanzadera, como del reconocimiento, a lo largo del tiempo, que las sensibilidades sin prisa otorgarían a las obras a través de la paulatina y convencida adquisición de sus representaciones en forma de productos sombra. En el peor de los casos —si el “premio” no llegara— morir con el reconocimiento de la almohada, debe ser seis mil millones de veces más llevadero, que hacerlo con el de un mundo que abastece a Disney World de más visitas al año que las que suman todas las bibliotecas de Europa juntas.

Lo que de ninguna manera deberíamos digerir,  es la demagogia interesada de los que pretenden igualar los conceptos superproducción y Arte, pues este sobrevivirá siempre —por definición y esencia— al primero, por mucho apaño de ley moña, ley maña,  ley fuerza, o ley trampa —en cualquier caso ley amoral— que pretenda limitar al hombre el acceso a la información —más o menos sensible— generada por el propio hombre, condicionándole el lujo mental a un acto de consumo. Sin ser amigo de la gratuidad, tengo claro que es egoísta y vanidosamente ridículo, no facilitar que cualquier ser vivo que haya llorado alguna vez, pueda disfrutar de «The Godfather» y su infinitud, sin necesidad de desembolsar treinta y cinco euros por cada una de sus tres benditas entregas (empaquetadas en grandioso Blue-Ray Disc), sobre todo, cuando el sueldo de un mileurista redomado, se acerca, con paso de asustado, a los ochocientos euros mal contados y peor pagados.

Entiendo que este sea el deseo del sistema que tanto oferta, y más nos pide; pero contra el defecto de pedir, está la virtud de no dar.

Usted me pide consumir, y yo le respondo EDUCAR.


La solución: el fondo común

Con el fin de preservar la libertad e independencia sobrenatural que el Arte requiere para su digno desarrollo, propongo la creación de un fondo común solidario, en el que poder aunar las fortunitas personales —y heredadas, si es el caso— de los Sanz,  los Iglesias, los Cruz, los Bosé, los Almodóvar, los Bautista, los Banderas, los Barceló, los Bardem, los Domingo, los Trueba, los herederos de los Cela — ya puestos: los de los Miró, los Picasso, los Dali … muertos todos de Arte—, los Sesto, los Arteta, los Gala, los Segura, los Belén, los de Lucía, los Carreras, los Campuzano, los Summers, los Savater, los Bunbury, Los del Río, los Raphaeles, los Millás, los Mercé, los Sabina, los Arias, los Amenábar, los Gara, los Cobos, Los Camela, los Bisbal, Los Oreja de Van Gogh (qué despropósito de nombre), los Cabrales, los Pereza, los Amaral, los Estopa, los Conchita, los Melendi, los Pitingo (…) hasta llegar a Los Muertos de Cristo; pasando por  los productores, y directivos de compañías y empresas asociadas, que cuentan con la asombrosa capacidad de retirar del mercado laboral a sus bisnietos.

Entiendo que todas estas personas accederán libremente —sin necesidad de ley— a devolver al maltrecho Mundo del Arte, todo lo que este les sobredió, por dos razones claras y esenciales: primero, por solidaridad con sus iguales —con peor suerte, tanto o más  arte, y boca para comer—; y segundo, para ganar tiempo mientras Sociedad y Estado se vuelcan en educar a las tres próximas generaciones —con la necesaria ayuda de las propias Obras de Arte (con convenientes excepciones)—, evitando así el desarte monumental al que nos llevaría la victoria de los que —con mirada de CEO y pragmatismo de contable— pretenden con leyes degradar el Arte a una cuestión de consumo.

No es ironía.

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(Este texto pertenece a la Acción «¡Bandoleros del mundo, uníos!», que puede ver en su totalidad en www.angelesgonzalezsinde.com)

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