Comprad, malditos

El pasado seis de abril intenté ver un Ultrashow en directo. Mi aprendida impuntualidad y una larga cola de contemporáneos lo impidieron. Sin embargo permanecí a las puertas del evento, durante la larguirucha hora de gritos y risas que interactuaban tras el muro, con el objetivo de no marcharme sin algo que llevarme a la cabeza. Un equipo de hombres Zemos y un rebaño de libros, pastoreados por su librero, me invitaron a pensar que allí algo ocurriría. Como esperar tiene de bueno que permite hacer otras cosas a la vez, compré el Ultraviolencia de la noche para dar de comer al ojo que me sobraba; sometí a suaves ejercicios de estiramiento a mis oficinados pies; invité a mis dientes a recortar las uñas de la mano de más; y puse el corazón a velocidad de crucero. En el papel de hombre ocupado me entregué al devenir convencido de que aquella no sería la primera vez que una cosa no llevase a la otra:

Manola, "Comprando fe al peso", 2011Manola, «Comprando fe al peso», 2011.

Es de día, pero de noche. De noche pero no. Son las dos cosas porque alguien que se acaba de despertar no quiere levantarse.

Alguien era un joven. Un joven estaba dormido a las siete, casi de noche, y un hombre se despierta a las siete, casi de día. Ambos estarán dispuestos a no tomar decisiones unilaterales porque saben que ninguno habría podido levantarse sin ayuda del otro. Alguien se levanta a pulso. A las siete.

Un exjoven. Hay un exjoven con la boca seca. Una boca como una esponja al sol. Y también alguien muy desnudo afeitándose al tacto mientras se ducha con agua muy caliente. Caliente como el caldo de una sopa de vello recien cortado recién servida. Hay un hombre herido entre la niebla.

Alguien desvestido regresa a la habitación sin cortinaje. Un dormitorio con vistas a otro. Un hombre tal cual frente a vecinos pacíficos violentados por la desnudez de un habitual desconocido. Tan pacíficamente violentos que, en un silencioso gesto de desaprobación, echan a correr su cortina con la presteza y apatía que una liebre metálica escapa de ocho galgos de carreras.

Tanto ímpetu sólo puede acabar con la tela en la mano. Hay una cortina rendida en el edificio de enfrente. Una cortina abierta como se abre un candado sin llave. Un desnudo al descubierto. Una excortina desvestidora.

Si lo fueran serían liebres vivas por la suerte al borde del suicidio. Liebres cojas. Liebres superdeprimidas.

Un hombre cansado a propósito se viste con ropa cansada. Ropa de ayer. Un hombre que no descansa no deja descansar. Muy de ayer todo. Muy cansados todos. Mucho de todo.

Todo ha pasado y un hombre corre sin prisa. Sin prisa porque no ha quedado hasta las ocho. Corriendo porque va a trabajar hasta las ocho. Un diestro ha quedado después de trabajar con un zurdo que no ha quedado a las ocho. Dos hombres, un diestro y media cita. A través de un anuncio en internet alguien dormido, despierto, seco, empapado, quemado, afeitado, herido, desnudo, cansado, vestido, sin prisa y corriendo ha medio quedado. A las ocho. Las ocho de la tarde.

Por el sol, las ocho. Por el reloj, tarde.

Con prisa  y pausa un hombre camina hacia una cola. Una cola demasiado larga. Demasiado inmóvil. Una cola circular. Una cocacola sin gas.

Cuando el zurdo se presenta. Con qué mala suerte. Una gran cola grita complacida desde el interior. Desde el exterior una gran cola grita en vano. Una gran gran cola hace nada. La primera se olvida de la exterior, y la segunda sólo puede pensar en la interior. No cabe nadie más. Dice la ley. La ley se impone.

Ese hombre que tu ves ahí, con media cita, zapatos negros y ropa cansada, se queda fuera de la cola que entró. Fuera de un momento. Fuera de casi todo. Menos de la cola de fuera.

El brote de colados de última hora es un suceso seguro. Porque hay manos inmensamente largas que eligen a dedo quien más cabe. También hay hombres dispuestos a perder la memoria. Trozos de cola interna becando a trozos de cola externa. Es lo natural cuando hay credenciales de por medio. Hola, soy tu credencial de la guarda: estás seleccionado.

Una cola exterior muere por cansancio. Cansa el tiempo. Hay una cola exterior cansada. Hay un hombre dispuesto a no matarla. Una cola de un exjoven. Casi una excola. Una cola punto. Un hombre haciendo una cola deshecha. Ay de mí.

Un hombre de su tiempo sale de su cola para comprar un libro a un hombre con veinte libros. Un momento. En el fondo un librero ambulante con el pelo de papel vendiendo violencia noguera. Aplausos. Una cola y sus colados aplaudiendo desde dentro otro momento. Otro momento que está a su vez dentro del libro de fuera. Fuera aguardan diecinueve libros vírgenes llenos de momentos aplaudidos desde dentro. Ultrashow

Sólo en el exterior. Un hombre y su librero esperan por motivos parecidos a que salga la gran cola interior de aplauso incansable. Esperar tiene de bueno que permite hacer otras cosas a la vez. Un hombre en una cola de un hombre lee. Un librero fuera de cualquier cola. Fuera de fuera. Los libreros leen. Un librero y su hombre esperan leyendo a que salga una gran cola final satisfecha.

Al final. Una gran cola final sale exultante, eufórica, triunfante o alegre de un momento simuladamente gratuito. También hay casi veinte libros esperando a una gran cola final de exjóvenes que corren como liebres sin prisa delante de casi veinte libros esperando a una gran cola final. Hombres satisfechos corren como si lloviera.

Un librero pacífico violentado por exjóvenes contentos devuelve casi veinte libros a una maleta. Tan violentado que cruza los brazos. Demasiados libros para tanta cola.

No todo lo que se pierde está en las tiendas. Hay jóvenes mayores haciendo un fondo común para comprar fiesta.

Deme otro gramo de fe.

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