Como quince aguas de mayo

Han muerto dos meses y algunos días desde el principio de todo y pese a todo todo sigue —o si acaso casi—. Aquel momento que tanto tardó me trajo la alegría más difícil: la esperada; aquella que se pretende y suspira sin importarnos saber que sólo de ella depende, que viene para marcharse y siempre sin avisar —como quince aguas de mayo—.

Tengo treinta y cinco años y todos los que recuerdo los recuerdo con indignación, por tanto pueden considerarme enfermo de nacimiento aunque mi perfil desobedezca —sin extravagancias— cualquier tentativa de normalización del indignado español: tengo tres hijos, pareja estable, casa en propiedad, dos empresas, llego a fin de mes, no estoy licenciado, ni tengo flauta, odio a los perros —sobre todo a los que tienen nombre de persona—, nunca he votado ni está en mis planes  y creo que el capitalismo sería más que un éxito del verano si no fuese un sistema alérgico a la sensibilidad. Acudí a todas las convocatorias a las que fui convocado y alguna más, asistí a las asambleas, merodeé por las acampadas, me hice devoto de David Bravo y si hubiesen vendido algún tipo de «Kit del Indignado» o souvenir recaudatorio hoy tendría cinco. Consciente entretanto de que en esta mansa contienda todas las armas morirían vírgenes menos la varita con la que arreaba a mis hijos —de los que me hice acompañar con fines estadísticos—, la misma que estimula al odio, necesario y seguro, que llegará con prisas y marchará sin ellas de las bocas que ahora acaricio.

Sin embargo y desde pronto mi alegría empobreció: mientras gritaba en el frente silencioso menguaban mis dudas sobre si seguiría indignado al cumplir los treinta y seis. Hoy, que quedan para la fecha dos meses llenos de días, todos vacíos de dudas, cuatro cosas vine a decirles.

Manola, "Mi hijo es un perro", 2011Manola, «Mi hijo es un perro», 2011.

De indignado a indignado:

Somos animales de costumbres televisivas, y como tales, nos hemos mostrado incapaces de interpretarnos sin recurrir a lo fatalmente aprendido. Esto no es Mayo del 68, sino la evidencia de que aquello tampoco se resolvió; ni estamos en la antigua Grecia, de hecho estamos a un paso de la actual; ni un concurso de ocurrencias gritonas moderado por un presentador que nos anima permanentemente a darnos besos en los codos; ni tampoco, por dios, un anuncio publicitario; y sin embargo parece que hayamos puesto nuestro empeño en convertirnos en el remake con doble tirabuzón de todo lo que aprendimos con obediencia, como si temiéramos dejar de ser los jóvenes aunque sobradamente preparados que fuimos. ¿De verdad era necesario dotar a las acampadas de biblioteca y sala de estudios como si de un Plan Estatal de Alfabetización se tratara? Sólo puedo entenderlo desde la perspectiva psicológica del exjoven que necesita recrear el único hábitat que le dotó, en algún momento de su vida, de reconocimiento social.

La necesidad de reinventarnos nos obliga a renunciar a los modelos y herramientas que nos llevaron hasta aquí, también al coche. Desaprender se convierte en obligación si realmente lo que anhelamos no es «morir de éxito», y para ello debemos perder el miedo a lo que a tantos hombres salvó y siempre de un modo diferente: empezar de cero.

Quien quiera gloria que se apunte a catequesis serviría como contrapropaganda dirigida, por ejemplo, a los responsables del conato de feminización del  movimiento 15M cuyas pancartas rezaban por una revolución feminista. ¿Tiene sentido atomizar un movimiento, de por sí complejo, con la difusión de proclamas paralelas tan innecesarias como desubicadas? Una vez más, el enfermizo afán de autobombo y diferenciación del homo sapiens sapiens sapiens, nos convirtió en otro reflejo de la sociedad oportunista y egocéntrica que conformamos, incapaz de delegar protagonismo en cualquier situación diferente a un entierro. La indignación compartida, sin etiquetas, debería resultarnos lo suficientemente estimulante como para posponer nuestras inquietudes particulares —ya establecidas y canalizadas por otras vías—, pues podría ocurrir que intentando dinamizar acabemos por dinamitar.

La emancipación forzosa de una generación sobreprotegida, con consentimiento, habría provocado un fenómeno social de características parecidas al acontecido. Tan parecidas que tengo serias dudas sobre si la situación biológica en la que se encuentra el grupo protagonista del milagro 15M no es uno de los principales motores del movimiento: hombrecitos y mujeronas precuarentones con empacho de juventud mirando el reloj sin pilas de la vida, que les pide como nunca dejar de esperar para servir el arroz; algunos, ya rendidos a los instintos, comenzaron a llamar —sin sonrojo— hijos a sus perros.

Sin duda existe una responsabilidad educativa por parte  de unos padres que se resisten a dejar de ver en Manolo a Manolito, sin embargo, la verdadera gravedad de la situación proviene de la aceptación del modelo estructural por parte de todos los jovencitos caducados que dimos por compensado el enanismo emocional al que fuimos inducidos con las subvenciones paternales concedidas. Todo lo que somos, que en muchos de los casos es todo lo que consumimos, proviene del sobreesfuerzo de una generación iletrada que trabajó desde los quince librando los domingos. Aquellos frutos nos pagaron la fiesta que hoy parece llegar a su fin. En este sentido me preocupa la actitud extendida entre el movimiento 15M,  tendente a exigir al Estado lo que hasta ahora obtuvimos como hijos, convirtiendo nuestras manifestaciones en la representación de la mudanza de un niño ochentón que clama tutelaje tras la muerte de sus padres centenarios. Obviar nuestra responsabilidad sobre el problema y su solución nos obliga a delegar la construcción de nuestra propia realidad.

Las revoluciones no se van de vacaciones, pero nosotros los indignados reduciremos la decisión a una cuestión presupuestaria.  Así son las inercias y así somos sus inerciados.

Ojalá yerre al despedirme hasta septiembre, y agosto me sorprenda con quince aguas de mayo.

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