Mártir de las Mayorías

No hace tanto que en España el uso del casco durante los desplazamientos en motocicleta pasó de ser una buena recomendación a una obligación legislada e inusualmente perseguida. Hasta ese momento se le permitía a cada conductor decidir libremente sobre algo tan intransferible como es la asunción de riesgos personales, dejando abierta la posibilidad de dar un paseo en viento sin el miedo abrazado a tu espalda. Quien haya podido disfrutar de la extinta sensación—ya sólo a disposición de románticos, trasnochados y coleccionistas de multas—  sabrá que la pérdida es importante, no sólo en lo que a gozo se refiere, sino también por cuanto dificulta la ya complicada tarea de vivir la vida con desparpajo y naturalidad. Sin duda, despreciar el peligro que implica el placer sería un ejercicio de estupidez supina, pero en ningún caso lo suficiente como para justificar el atropello a las libertades individuales que supone su prohibición. El abuso de sistemas preventivos dirigidos indiscriminadamente al conjunto de la sociedad acaba instaurando el miedo como lengua oficial.

De la imposibilidad legal de no poder decidir si usar o no casco por mí mismo y mi propio bien, ya sea físico o mental, no me preocupa  su uso político —tan políticamente correcto—; tampoco el económico —tan innoble por recaudatorio—; ni siquiera me altera su trasfondo, que deja entrever como las compañías aseguradoras claman al Estado, tan bien asegurado,  por cuanto le bajan la rentabilidad anual los paseos en moto fallidos —cuando, por ejemplo, hubiese bastado con elevar las primas de  aquellos que decidieran seguir circulando en moto sin protección, evitando así que paguen los cráneos rotos justos por pecadores—; lo que realmente me inquieta de este mal truco es la facilidad con la que mis colegas y obedientes ciudadanos han acatado la norma, interiorizando el falso discurso y su mensaje como propios, hasta el punto de que hoy en día ver a un motorista sin el casco reglamentario provoca la sensación de que nos encontramos ante un irresponsable, un sobrado —me refiero al hermano de un policía—, un ignorante o un torero, sin pensar  que quizás sólo se trate de algún pobre insobornable convencido de que vivir mata y todo lo demás es tontería.

No es más que un ejemplo, quizás tonto, pero representativo, de cómo la política —cada vez más económica— acaba monopolizando la realidad mediante el uso tendencioso de las grandes palabras, en este caso interviniendo ni más ni menos que en nombre de la Vida. Es el éxito que otorgan a la estafa sus propias víctimas lo que permite que la Realidad Oficial se imponga como única, calando sin piedad ni remedio en todo lo cotidiano hasta transformarlo en ordinario: en nombre de la Cultura asimilamos que los museos son destinos turísticos de obligado culto, que París deja de serlo si no accedemos a encaramarnos a su anoréxica Torre Eiffel, que viajar —siempre en dirección norte— abre la mente, y que si una obra de arte nos provoca un eructo sólo puede deberse a una  minusvalía sensorial congénita; en nombre de la Salud nos han convencido de que todo lo que no se puede operar se cura con analgésicos, ansiolíticos o antidepresivos,  de que la Gripe A es mortal por lo menos hasta que se acabe la montaña de vacunas compradas a algún país con favores pendientes, de que la aspirina es buena, de que la aspirina es mala, de que la aspirina es buena y de que la aspirina es mala; en nombre de la Igualdad han logrado que las mujeres emulen a los borregos con aires de verraco que cada domingo se hacinan en los verdes campos  para ver jugar a la pelota y al blanqueo de capitales, que se anteponga la realización profesional a la personal delegando en mano de obra barata la crianza de los siempre inoportunos hijos, que el lenguaje y la lenguaja sea cosa de zorros y zorras, que se pueda cosificar a un hombre en un anuncio de refrescos y que la caballerosidad se confunda con machismo; en nombre de la Educación han cambiado la cortesía por diplomas de mercadillo y el saber por visados de entrada al paraíso especular de la eficiencia y la productividad, han invitado a la excelencia a ceder su espacio a la mediocridad —dándoles la oportunidad, eso sí, de formar parte de la nueva variante humana, el Homo Studium, que nace, estudia, se beca y muere—, han convertido a los maestros en funcionarios de prisiones —y estos se han conformado con que les paguen por ello—, y nos han enseñado a vivir sin  escribir para acabar hablando como Tarzán; en nombre del Empleo se fumaron el Artículo 35 de la Constitución, y ahora un licenciado en Administración y Dirección de Empresa becado como cajero de un banco es un caso de éxito, y el mayor sueño español ser funcionario con sueño ; en nombre de la Justicia aprendimos a esperar, a sentir sin sentido común, que es peor sisar una bota que un botín, y a valorar la fe como alternativa a encontrar la paz al menos después de; en nombre de la Seguridad nos convirtieron en datos, nos protegieron con cámaras, nos cachearon, nos ficharon, nos perdonaron, y cuando por fin conseguimos  subir al avión nos sentimos como Steve McQueen en «Papillon» al haber conseguido que no acabaran metiéndonos cualquier dedo por el culo; en nombre de la Defensa se han compensado las balanzas de pago vendiendo bombas racimo o comprando goma para tirachinas, se han cambiado muertos por daños colaterales, ocupado países, invadido personas y  programado  guerras preventivas en horarios de máxima audiencia; en nombre de la Política las noticias de ayer ya han pasado a la historia, la economía se autonombró Primera Dama, las ideas dieron paso al marketing, los debates a los discursos con apuntador, y ante la falta de café se prometió «Coca-Cola para todos» y algo de comer; y con la tranquilidad que da saberse con el control, en nombre de la Democracia quedó justificado todo lo anterior.

El tamaño del paisaje es de tal envergadura que resulta peligroso alejarse lo necesario para atisbar otro horizonte detrás del de mentira, sobre todo por el riesgo que corremos de convertirnos en basura espacial —tan desintegrada y solitaria— atrapados entre la espada del infinito y la pared de un fraude con título de Realidad Oficial . Pensar que esta mentira es enmendable desde dentro puedo entenderlo como un ejercicio de fantasía tras el que se esconde una maniobra de engaño, autoengaño o supervivencia, pues como le pito y repito a un examigo amigo mío aficionado a jugar en la boca del lobo «Paco, bájate del barco, que esto es un desierto y andando llegamos antes». Sólo a un borracho o a un niño podría imaginármelos intentando reparar una herramienta con la propia herramienta estropeada, por lo que no puedo evitar ver en las sombras de los «infiltrados» a Don Quijotes disfrazados de molinos. Por otro lado hay quienes piensan que renunciar a un derecho es una falta de respeto a todos los que lucharon por «esto», sin pensar  que quizás «esto» no sea por lo que lucharon. Y también hay un grupo importante de prácticos ciudadanos que juegan a elegir lo menos malo, obviando con una naturalidad pasmosa que este gesto los desacredita durante los siguientes cuatro años, pues es precisamente pragmatismo cuatrienal  lo que nos sobra y hechos consecuentes con sus ideas lo que nos falta.

Votar en estas circunstancias me convertiría en cómplice de esta patraña gobernada por pastores con corbata que, ya en nuestro propio nombre, nos manipulan, nos distorsionan, nos adulteran, nos falsifican, nos vician, nos ordeñan y nos esquilan, como, donde, cuando y cuanto quieren. Por ello, mientras llega mi anhelado Gabinete de Crisis Moralme declaro Mártir de las Mayorías en defensa de la democracia no participativa, autolimitando mis derechos sin eludir la responsabilidad que implica mi condición de ciudadano en el cumplimiento de las obligaciones.

Pero eso sí, siempre que pueda, sin casco.

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